Canto, que mal me sales
Cuando tengo que cantar espanto.
Víctor Jara
El primer decenio de este siglo XXI está ya a un paso de concluir. Los festejos del Bicentenario ya se despliegan. Estamos en vísperas de elecciones presidenciales. El modelo neoliberal sigue imperturbable pese a los estragos sociales que ha provocado. Entre tanto, las demandas mapuche en vez de soluciones de fondo y de una adecuada consideración de su raigambre histórica, se estrellan contra una represión ilimitada y los niños de Temucuicui conocen espanto. Se arremete contra los mapuches so pretexto de que han dañado a “la propiedad pública y privada”. Pero es en defensa de ésta última que se han producido las mayores reacciones políticas y mediáticas haciendo de los acusados unos “violentistas” y “terroristas”.
La violencia del Estado no es nueva. Se acentuó a través de su aparato policial y judicial desde 1997, particularmente con el incendio de tres camiones de la Forestal Arauco en Lumaco. La Ley de Seguridad Interior del Estado y luego la Ley Antiterrorista fueron los instrumentos para golpear a los que no se plegaban al “Estado de derecho” de los dominadores. Cuarenta y nueve mapuche están actualmente encarcelados por reivindicar tierras ancestrales y dieciocho cumplen condenas con medidas cautelares (Datos de la Agrupación Mapuche Kilapan, nov. 2009).
Organismos nacionales e internacionales instaron, sin éxito, a los gobiernos sucesivos a cesar la violencia. No es una observación arbitraria, por consiguiente, constatar una carencia de voluntad política para avanzar hacia soluciones justas mediante el diálogo y para comprender las demandas mapuche más allá de consideraciones coyunturales.
¿Puede entonces sorprendernos hoy la incesante represión? Sin duda no, pero la perplejidad puede resultar del hondo desfase entre el discurso y la práctica desde los años noventa: “Estas demandas tienen todas un objetivo compartido por la concertación: que la sociedad reconozca y respete a los pueblos indígenas, que terminen los atropellos que se cometen y que respetando la autonomía de sus culturas se inicien programas que conduzcan al desarrollo de estos pueblos y a eliminar la pobreza extrema en que viven” (“La Concertación a los pueblos indígenas”, 1989). El compromiso así manifestado ha desembocado en un durable despliegue policial que no ha escatimado ni a los niños.
Persistencia de una política represiva.
La persistente política represiva ha tenido una ilustración reciente: el allanamiento de la comunidad Temucuicui (provincia de Malleco) y la consiguiente brutalidad policial (octubre 2009). Ante lo ocurrido, el Subsecretario del Interior P. Rosende declaró (31.10.09): los mapuche “usan a los niños como escudo”. Y agregó: “los conflictos de esta naturaleza se resuelven entre adultos, a través del diálogo y la conversación, no con niños de por medio”. El representante gubernamental no vio la violencia policial, sino el gesto “brutal” de quienes habrían utilizado a niños como defensa. Hizo caso omiso de la demanda de protección a niños que eran objeto de interrogatorios ilegales en Temucuicui y que la Corte de Apelaciones de Temuco rechazó por “falta de pruebas” (Según el abogado Hugo Gutierrez, 24.1.08). Más allá de la provocación, de la obstinación politiquera y el flagrante comportamiento discriminatorio, el Subsecretario reafirmó la violencia como recurso político. Recurso que contradice una acepción básica de la democracia: “una forma de gobierno constituida de reglas que permiten resolver los conflictos sociales sin necesidad de recurrir a la violencia” (Norberto Bobbio, “El futuro de la democracia”).
Lo ocurrido en Temuicuicui llevó nuevamente a instancias nacionales e internacionales a impugnar el desproporcionado uso de la fuerza: la Red ONGs de Infancia y Juventud de Chile, la Federación Internacional de Derechos Humanos (FIDH París), la Organización Mundial contra la Tortura(Ginebra, 22.10.09) y el Observatorio Ciudadano (19.10.09) lo hacen en carta abierta a la Presidenta. Manifiesta igualmente su preocupación el representante de la Unicef en Chile. También lo han hecho diferentes sectores de la sociedad civil: historiadoras e historiadores firmantes de las Declaraciones del 2008 y del 2009 luego del asesinato de Matías Catrileo Quezada y Jaime Mendoza Collío; el Movimiento Generación 80 que llamó a un Acto Artístico y Cultural de solidaridad con los mapuche en Santiago (08.11.9) y a cuya convocatoria adhirieron más de 160 personalidades procedentes, entre otras, del mundo de la economía, de la historia, del periodismo, del medio artístico; el reciente llamado de personalidades y organizaciones de la sociedad civil convocados por la Comisión Etica contra la Tortura (27.11.09); el llamado a manifestar “Por la vida y el Derecho a Existir” (Santiago, 10.12.09) convocada por diversas organizaciones entre las que se cuentan la Federación de Estudiantes de La Universidad de Chile, de la Universidad Católica y de la Universidad Técnica Santa María.
Nunca antes, fuera del período dictatorial, se había denunciado tan reiteradamente una política represiva. Es preocupante para el futuro que gobiernos elegidos democráticamente persistan en una política guerrera. La desmesura ha llegado a tal punto que una organización mapuche, excedida por la intransigente criminalización de las movilizaciones y la ausencia de un verdadero diálogo, declara la guerra al Estado chileno. Estado que denota sólo su dimensión coercitiva, empantanando y agravando así el conflicto en la Araucanía.
La obstinada opción represiva podría parecernos inverosímil o surrealista si no conociéramos los intereses económicos que están en juego y el modelo económico que se defiende. “La solución es la convivencia de mapuches con empresarios” dice A. Viera Gallo (18.11.09). Sin embargo, nadie ignora los resultados de la “convivencia”. Esta revela la fuerte contradicción entre mapuche que reclaman tierras ancestrales y las empresas transnacionales: Endesa en Ralco y las empresas forestales. Ellas están en el origen de los conflictos actuales o de lo que se ha llamado impropiamente “conflicto mapuche” y en el cual el Estado ha sido un árbitro parcial.
Una violencia histórica.
La violencia del Estado que se abalanza en contra de quienes reivindican tierras ancestrales, se enraíza en la historia. En la “Segunda Declaración en apoyo al pueblo mapuche” (19.8.09) firmada por más de sesenta historiadoras e historiadores, se pone claramente de manifiesto la génesis de las movilizaciones por recuperar tierras usurpadas. Al rechazar la militarización del territorio mapuche afirman: “ Situaciones de esta naturaleza tienen una larga génesis histórica, que arrancó con el proceso de conquista y ocupación militar de la Araucanía por las huestes españolas en el siglo XVI … durante la segunda mitad del siglo XIX, a medida que el Estado nacional se consolidaba, nuevamente la clase dominante fijó sus ojos en esos territorios, desplegando la mal llamada ‘Pacificación de la Araucanía’, que culminó con el despojo violento de las tierras del pueblo mapuche. …Desde entonces la lucha de los mapuches por recuperar sus tierras ancestrales no ha cesado”.
Una muestra de la envergadura que alcanzó ese despojo organizado por el Estado luego de la derrota militar mapuche en 1882 la vemos en un Informe de 1890 de un Inspector de Emigración: “Los terrenos medidos por la Comisión topográfica, enajenados o por enajenar desde el río Renaico al sur, miden 687.577 hectáreas, de las cuales 61.096 son ocupadas por colonos y 23.901 cedidas a indígenas; el resto, a saber, 602.580 hectáreas han sido enajenadas en 10 subastas, otra parte está disponible y hay dieciséis fundos cedidos a particulares administrativamente” (Martín Drouilly, citado por José Bengoa, “Historia del pueblo mapuche”). Otra cifra: la cantidad de tierras rematadas entre 1873 y 1900 alcanzó a 1.125.000 hectáreas (Luis Vitale, “Interpretación Marxista de la Historia de Chile”, T. 4 ).
No fue un hecho fortuito que el Dr. J. Valdes Cange en carta dirigida al Presidente Ramón Barros Luco con ocasión del Centenario escribiera: “muchas familias distinguidas, que hoy se pavonean en los salones aristocráticos de Santiago” conquistaron sus fortunas “a espensas de la miseria i de la muerte de centenares” de mapuche (“Sinceridad. Chile íntimo en 1910”). Como tampoco es producto del azar que Gabriela Mistral apuntara en 1932, “el despojo de su tierra: los famosos ‘lanzamientos” fuera de su suelo, la rapiña de una región que les pertenecía por el derecho más natural entre los derechos naturales” (Jaime Quezada, “Gabriela Mistral. Escritos políticos”).
No bastó la usurpación de la mayor parte del territorio histórico. Se buscó después el desmembramiento o división de las “reducciones” o comunidades que se habían entregado con títulos de merced (1884-1929). Fue el objetivo de las legislaciones indígenas de 1927 a 1970. Tal objetivo alcanzó su punto culminante con el Decreto Ley 2568 de 1978 de la dictadura militar: las tierras divididas dejarían “de considerarse indígenas, e indígenas a sus dueños y adjudicatarios”.
La historia de la enajenación de las tierras mapuche no se circunscribe entonces a los tiempos de la Conquista como pareciera creerlo la Presidenta de la República que con ocasión de su viaje a Suiza, declaró: “Hace doscientos años ellos sufrieron usurpación de lo que eran sus territorios” (02.6.07). Las tierras mapuche no han dejado de ser codiciadas. Lo muestran algunos hechos de la historia más reciente: la dictadura militar devolvió, a sus anteriores propietarios, más de 100.000 hectáreas de tierras que habían sido recuperadas bajo el gobierno de Allende (M. Correa, R. Molina, N. Yañez, “La Reforma Agraria y las tierras mapuches”), y de las tierras recuperadas entre 1962-1973 los mapuches conservaron sólo el 16 % (Eduardo Mella S., “Los mapuche ante la justicia”); las empresas forestales adquirieron tierras mapuche a bajo precio durante la dictadura; la Sociedad Galletué obtuvo millonaria indemnización pagadas con el erario fiscal (31.12.1990) por araucarias que originalmente nunca les pertenecieron; la represa Ralco se construyó en tierras mapuche luego de un importante conflicto.
La constitución de la propiedad privada de la tierra conllevó una violencia intrínseca. En el primer tercio del siglo XX, por ejemplo, se recurrió reiteradamente al incendio de casas y al asesinato para expoliar las tierras mapuche. Ayer los guardias rurales actuaron ilegalmente como hoy lo hacen los guardias privados contratados por las forestales; al igual que hoy, ayer los responsables de crímenes no fueron sancionados por los tribunales; los mapuche que luchaban por sus derechos fueron encarcelados en el siglo XX, tal como ocurre en los inicios de este siglo XXI.
Recordemos nuevamente a G. Mistral: en 1932 se refirió a “los delitos del matón rural que roba predios de indios, vapulea hombres y estupra mujeres sin defensa a un kilómetro de nuestros juzgados indiferentes”. Si similitud hay con lo que acontece en el presente, ¿es pura coincidencia? Pero la violencia no se detuvo allí: “Una práctica común, empleada contra los mapuches era la marcación de indios. A quienes eran considerados rebeldes, ladrones o peligrosos, se les marcaba al cuerpo, cual animales –corte de orejas o a fuego- para que fueran reconocidos por los demás colonos” (Informe de la Comisión Verdad Histórica y Nuevo Trato de los Pueblos Indígenas, 28.10.03). Esto ocurría en los primeros decenios del siglo XX. ¿Cuántos libros y textos escolares de historia se han referido a esa infamia?
¿Podemos decir ahora que la movilización por tierras ancestrales es obra de “terroristas” o de una “minoría violentista”? El Estado se funda en una relación de dominación y reivindica el monopolio de la violencia, escribió Max Weber en 1919. Ese monopolio el Estado chileno lo ha detentado históricamente frente a los mapuche.
La gravedad de la situación y la responsabilidad que incumbe a los gobernantes y políticos se resume en la advertencia de los historiadores firmantes de las Declaraciones mencionadas: “advertimos a las autoridades de gobierno que la violencia desatada por la policía en la región sólo legitima el derecho a la autodefensa de aquéllos históricamente agredidos”.
La insistencia en reprimir las movilizaciones por tierras ancestrales ha llevado a focalizar el conflicto a nivel regional restando visibilidad a las demandas mapuche que alcanzan una connotación nacional: reconocimiento constitucional, reconocimiento pluricultural de la nación chilena.
¿Hacer tabla rasa del pasado?
Al evocar un capítulo de la historia mapuche: usurpaciones y violencia que la historiografía oficial ignoró por más de un siglo, las historiadoras e historiadores firmantes de las Declaraciones del 2008 y 2009 rompieron con una tradición historiográfica que no cejó en la estigmatización del “indio”, del “salvaje” reacio a la “civilización”. Esperemos que esta evocación caiga en terreno fértil, sobre todo cuando olvidadizos del pasado y nostálgicos de la cruzada antimarxista de la dictadura buscan, con liviandad y desparpajo, agitar los fantasmas del miedo: “Los marxistas buscan crear en la Araucanía una zona liberada como las de las FARC, la ETA, los zapatistas, para iniciar desde ese ‘foco’ una lucha que remezca al Estado (Víctor Farías, La Segunda, 31.10.09). Por el momento, es la violencia del Estado la que remece las conciencias democráticas.
No habría que perder de vista, con miras al futuro, lo que escribiera Marc Bloch (historiador francés fusilado por los nazis el 16 de junio de 1944): “La incomprensión del presente proviene inevitablemente de la ignorancia del pasado”; y comprender el pasado puede ser un esfuerzo vano “si nada se sabe del presente”. Las elites que diseñaron nuestro país incurrieron por largo tiempo en ocultamientos, en silencios, de trozos de la historia. Así pasó con capítulos de la historia mapuche. No es el momento, por lo tanto, de hacer tabla rasa del pasado.
Perspectivas: ¿la razón o la fuerza?
Al gobierno que resulte electo próximamente le incumbirá resolver la alternativa: seguir reprimiendo o buscar soluciones políticas. De todos modos, las demandas mapuche no serán atendidas en profundidad arrinconándolas a una dimensión puramente regional. Habrá que asumirlas desde una perspectiva nacional. Esto supone algunos desafíos: reconocimiento del carácter pluricultural de la nación chilena; una consideración amplia de la identidad y no con restricción y ligereza como lo hace A. Viera-Gallo: los mapuche “tienen que entender que su identidad se tiene que dar en un mundo cambiante y moderno” (17.11.09); la afirmación de una democracia efectiva; la opción por un Estado que descarte toda connivencia con las grandes grupos económicos y que garantice las libertades y derechos de todos. En suma se requiere de un proyecto para avanzar hacia el futuro. “En la política chilena de hoy, donde el neoliberalismo ha impuesto una franja estrecha para las propuestas de cambio, la idea de ‘programa’ ha desalojado la idea de ‘proyecto’. Ambas no son incompatibles, pero para reestablecer la opción de sociedad diversa…hay que reponer la idea de proyecto” ( Jorge Arrate, “Salvador Allende, ¿sueño o proyecto?”). Es el desafío en la hora del Bicentenario, y más allá de los festejos.
06 de diciembre 2009. |